miércoles, 8 de febrero de 2017

"Provinciano", de Apegé

Llevar a cabo un ejercicio de “flaneur” en la actual ciudad de Buenos Aires debe ser arduo, complejo, cansador, oscuro. La ciudad porteña es desordenada y multicolor, es una explosión de sensaciones invasivas, y lograr que los ojos se entrenen para la observación delicada y aguda puede resultar un ejercicio digno de la poesía o la locura. Podemos decir, también, que si el ojo es poeta y loco, la ciudad es un infinito puerto de historias. Para Apegé, ir por ahí afanando historias y contando todo, se hace una sangría de narraciones que atraviesan el dolor, el absurdo, lo bello y la vida.  “Provinciano” es una serie de relatos donde lo literario es la excusa para la crónica. La narrativa de Apegé deja un importante lugar para pintar qué nos pasa mientras el tiempo nos atraviesa, mientras la época aprieta a la gente en este punto del Río de la Plata.
El libro tiene un hilo inicial, que es la llegada de un uruguayo a Buenos Aires, una voz narrativa que nos va a ir llevando de la mano por las guerras de alguien que se mete en la ciudad –desafiante y fiera- para buscar algo, para perseguir un destino diferente entre las letras, para ir atrás de un “qué se yo” que, al final, se convierte en la posibilidad de tomar fotos de cada una de las situaciones que van apareciendo, como la humedad entre las baldosas de una Reina del Plata que tiene poco de noble porque tiene muchísimo de humana, de niña, de rea.
El autor escribe y describe cómo se hace para fundar una ciudad a partir de la mirada, y si bien las construcciones están hechas desde el “yo”, no se trata de un narrador que simplemente habla de sí mismo, sino que, al contrario, se trata de la aparición de los demás. El otro es, en verdad, el centro de las crónicas y los relatos que componen “Provinciano”. No se trata de una visión hacia adentro, no hay un lenguaje del ego, más bien el narrador pone su cuerpo para que sean los otros los que tengan vida, esa primera persona es el vehículo por el cual el lector se comunica con una otredad. Es decir, Apegé pone su “yo” para que seamos otros los que vivamos en Buenos Aires, para que conozcamos la ciudad de noche, para que nos arrimemos a la soledad de alguien que está rodeado de gente incompleta, de lenguas y cuerpos que no son. Por subalternos, por alienados, por snobs, por imbéciles o por víctimas de una maquinaria perversa, los personajes que “Provinciano” contiene son seres sin voz; el inmigrante, el puto, la yira, el linyera, el hípster que se mira sólo a sí mismo, la clase intelectualoide que repite lo que oye, todos son uno en el mundo del texto ya que nadie se hace de una voz propia, ninguno puede construirse o pensarse a sí mismo, están partidos, y eso los llena de soledad, la misma soledad del narrador, que tampoco cede su voz. No presta el lenguaje para que nos hablen los otros, más bien los construye para los lectores, y es que ese observador que Apegé nos propone no puede dar la voz, porque quizá, en la bruma de lo desconocida, es lo único que tiene.
Aparece la ciudad, aparece la noche, aparecen los dramas del solitario, aparecen los personajes de una cosmopolita ocre, como anochecida, que se dan de cara contra todo eso; el amor frustrado, el deseo mancado, el sexo que no importa nada –o importa todo-, la posibilidad de ir armándose en medio de un lugar y un tiempo crueles.
El libro conmueve desde muchos lados, el lector ve con los ojos del autor y logra identificarse en cada uno de los conflictos irresolubles, porque eso sí queda claro; la tristeza no tiene solución.
Hay, en “Provinciano”, alguien que nos pone cara a cara con lo que ve, que nos comparte sus percepciones, que nos presta sus visiones, que nos hace ir por la noche, por la mañana, por lo gris, por lo erótico, por todo aquello que está con nosotros y a veces, se nos escapa. En este escritor del “yo” no tenemos un selfie-selfish, tenemos a alguien que, con generosidad poética, nos da la mano y nos convida a que veamos mejor, a que conozcamos, a que nos enteremos y a que entendamos, también, que todo eso está dicho y dibujado por alguien que, como todos, quiere ser querido, con la lengua en pelotas y la voz honesta.

"Provinciano", de Apegé. El 8vo loco Ediciones. 2016

domingo, 5 de febrero de 2017

Tres poetas: Pini, Ojeda, Rosales

Dentro de los libros de poesía que he leído últimamente, encuentro, especialmente estos tres, de tres poetas rioplatenses que, con reminiscencias de río, de tango, de ciudad, proponen tres visiones distintas de una "épica", la de un país, la de los barrios, o la pequeña que se libra adentro de las puertas de la piel.



1) "Boliche sin cristo", de Mariano Pini

Dueño de una estética oscura, Pini nos adentra en las penumbras de este universal boliche de barrio para que nos perdamos entre sus mesas y aparezcamos en Buenos Aires, en Montevideo, en las puertas de una psicodelia bandoneonera. Desde los gérmenes del vino, las voces poéticas del libro van guiando y creando un mundo con tripas. Pareciera que todo está bellamente roto en la poética que presenta el autor en su "boliche". La presencia de bares donde la vida de los hombres se construye con la poesía, el aroma del tango, la luz que molesta, las mujeres inalcanzables, todos dueños de heridas que los hacen deambular entre los versos de un libro consistente, fuerte, dramático, como la música de un boliche oscuro del puerto.

2) "Toda sombra me es grata", de Álvaro Ojeda

Álvaro Ojeda construye la épica de un país parecido a este entre la mitología griega el ideario platense. Un libro concreto y complejo que, en la diversas partes que lo componen pareciera lograr un lenguaje propio y distinto, atado por un hilo de estética muy marcado que, ya a esta hora, se vuelve una firma de las construcciones poéticas que hacen a la literatura del autor tanto en su poesía como en sus novelas. Entre la décima y el verso libre, entre las figuras del tango o la orquesta típica, aparecen los corajes, el ethos, de unos héroes errantes que, quizá, aparecieron en Montevideo. Se trata de Troya en la esquina de tu casa. Se construye un país dulce que, entre la tristeza y la ternura, se va agrisando cada vez más.

3) "Hilos de agua", de Raimundo Rosales

Ésta vez, la poesía de Rosales se aleja de la línea de su libro anterior, "La Palabra También", y se adentra en las tramas de lo íntimo. Delicado y profundo, el camino que recorren estos "Hilos de agua" llevan al lector por la red secreta de las venas de un "yo" poético que se pregunta, que observa, que se acerca al amor, pero sobre todo, a la profundidad inextricable de la muerte. Con una luminosidad dada por el cuidado del lenguaje, el autor logra que cada verso ocupe el lugar justo para un pensamiento o para un asombro. Un trabajo fino, palabras cosidas con hilos de agua, el agua y su simbolismo ocupan el libro, empapan al lector y lo atan a a la belleza de pensarse.